El curandero de Pradejón
Y para recuerdo curioso el de una de las subidas, la primera en que iba a participar con el Seat 1430 Gpo. 5, cuando
una lesión que sufrí el viernes en el pie izquierdo estuvo a punto de impedirme tomar la salida el domingo.
Porque si el viernes en caliente solo me dolía el tobillo, el sábado por la mañana no podía ni apoyar el pie en el suelo
sin que me dieran unos pinchazos insoportables. El médico me envolvió pie y pierna con una venda adhesiva, me citó para el lunes y me dijo
que ni se me pasara por la cabeza participar en una competición. Ni siquiera conducir de paseo.
Por la tarde le comenté la situación a Pepe, de talleres Petir. Tras unos segundos pensativo, me dijo: "Ven". Me subió a su '1500'
y arrancó hacia Pradejón. Por el camino me comentaba que había allí un curandero famoso que había tratado incluso a futbolistas de primera división,
un hombre al que acudían muchos lesionados confiando en él porque tenía unas manos prodigiosas. Y también me advirtió de que no le preguntara
cuánto le debía, porque él no podía cobrar. "Dale 500 pesetas", me dijo, que al parecer era la tarifa consensuada del 'regalo/honorario' habitual.
El hombre nos recibió en su casa, sentado en una silla baja, con una sonrisa irónica en una cara curtida de sus años de pastor,
y me puso el pie encima de una banqueta. Sin más, empezó a presionar en el tobillo hacia atrás por ambos lados, con unos pulgares que parecían
dos mazos, y me hizo ver todas las estrellas del firmamento y algunas por descubrir. "Aquí tienes la mierda", me dijo, "ahora quítate la venda,
que te dolerá menos que si te la quito yo. Tienes todo fuera de sitio, ¿y te venda sin arreglarlo? Estos médicos...", sentenció con su mirada de pícaro.
Quitarme la venda fue como una depilación a la cera, el último sufrimiento de la tarde. Después me puso una pequeña venda
de gasa que sujetaba pie y tobillo sin presionar, sólo una ayuda para mantener cierta rigidez. "Te la dejas dos semanas. Luego te la quitas y ya está."
¿Y ya está? ¿Así de simple? Pues sí, aunque no me lo podía creer: entré en su casa sin apenas poder apoyar el pie en el suelo
y salí andando. Con ligeras molestias, claro está, pero andando. De regreso, Pepe me comentaba que había aprendido curando a las cabras.
Bendito pastor, un verdadero genio natural.
El domingo calcé el pie con una bota de montaña que me sujetaba el tobillo y, como se trataba del izquierdo, pude participar
en la subida. No pisaba el embrague con la soltura habitual, pero sí la suficiente para terminar la prueba sin contratiempos.
Fueron las quinientas pesetas mejor gastadas de mi vida y la oportunidad de conocer a un hombre muy especial.
Inculto, sí; sin conocimientos oficiales de medicina, también; pero sabio, mucho más sabio que el médico que me había vendado por la mañana,
desde el pie hasta la rodilla, sin tan siquiera mirarme el tobillo.